El día en que me despidieron del trabajo
Pocas experiencias en la vida me han parecido tan desagrables como ser despedida de un trabajo. Tenía 32 años y me dio durísimo, me golpeó el autoestima, me llenó de una rabia visceral.
Acababa de regresar de vivir en Europa y este empleo llegó como caído del cielo, parecía ser “el soñado” un salario decente y un rol que aparentaba ser interesante.
Lo que no calculé es que la empresa donde fui a caer promovía la cultura laboral más tóxica que haya visto en mis ya largos años de empleada (lo curioso era que la misma empresa vendía temas que incluían el bienestar en el trabajo).
Pero vamos paso a paso, primero el choque cultural.
Yo llegaba de Europa de trabajar en una agencia de comunicaciones donde nos vestíamos de jeans y tennis y pasé a una colombiana de corbata, tacones, bolso elegante, blower, maquillaje y uñas pintadas. Llegaba de un lugar donde hacíamos reuniones exprés de pie en una mini sala a una donde podíamos echarnos tres días en definición de las priodidades de la semana. Llegaba del trato directo al exceso de cordialidad y bastante hipocresía. Llegaba de una reunión con objetivos concretos a una donde los primeros 45 minutos se iban intercambiando monitas del álbum del mundial. Llegaba de almorzar y volver al puesto para terminar rápido y poder irme a mi casa, a la caminata post almuerzo por el barrio que incluía dar vueltas a la manzana, comprar chocolatinas Jet para el postre y tratar de digerir la sopa con seco y jugo del menú ejecutivo o del almuerzo en Crepes & Waffles si es que estábamos celebrando el cumpleaños de alguien.
Y esto era ya un choque cultural, sin embargo no era lo más difícil. Lo que más me costaba de estar en ese séptimo piso era el lobby que debíamos hacerle al Presidente de la compañía.
Consistía en sentarnos en unas sillitas imitación cuero frente a su oficina a esperar a que nos dejara pasar uno a uno para aprobar o desaprobar nuestros pendientes. Porque el señor debía aprobarlo todo directa y verbalmente. Podías llevar ahí sentado una hora y nunca obtener tu turno porque de pronto salía a almorzar y ya no atendía a nadie más. En la tarde cuando regresaba se veía el desfile de taconcitos y corbaticas y los susurros, “ahí llegó” y todos con nuestros portátiles abiertos, sentados en esas sillas con la pierna cruzada esperando a que nos dejara pasar. El señor entraba a su oficina, cerraba y luego aparecía su secretaria y llamaba a alguno al azar “Maria, puedes pasar” . Y a esperar a ver a quien le daba el privilegio de escuchar después, quizás a mi, quizás a nadie.
Confieso que no hice todo el lobby que requería el cargo porque muchas veces no me quedé esperando ahí todo lo necesario. Como consecuencia terminé con llamados de atención:
- “Silvia, he notado que tú nunca me buscas”
- “Julián, es que te veo muy ocupado”
- “Debes buscarme”
En la enésima Junta estratégica que hizo en los 8 meses que estuve ahí (y que incluyó varios desayunos los sábados porque entre semana nunca nos alcanzaba el tiempo para terminar) se inventó un proceso nuevo y lo anunció en esa reunión. Como mi cargo era ambiguo (como todo allí) no dije nada cuando preguntó quién se pedía hacerse cargo del tema . Hubo un largo silencio y luego dije “yo puedo hacerlo” y su respuesta fue “te tardaste demasiado en responder” y de ahí el silencio acusatorio de mis demás colegas.
En ese punto ya era evidente que los rituales de complancencia a ese señor me iban a costar caro y así fue. Un día me “descendió” de cargo (me había ascendido dos meses antes pero obviamente lo decepcioné). Unos días después envío a alguien a despedirme. Quiero en este punto aclarar que su relación conmigo no fue una excepción, ese patrón de comportamiento lo tuvo con muchas personas antes y después que yo.
Y así fue, un viernes a las 8 am me echaron del trabajo más corto que he tenido en mi vida y recuerdo que lo único que atiné a preguntarle a la emisaria fue “¿a qué hora puedo irme?“, “apenas tengas la hojita de paz y salvo firmada por todos los departamentos“.
Hice el delicioso tour de ir oficina en oficina con los ojos rojos del llanto (si, lloré en público de la piedra que tenía) para que me firmaran el paz y salvo. Ni una sola de las personas que firmó me miró a los ojos, firmaban rapidísimo, y por fin pude irme a casa. Lloré mucho, tuve mucha rabia de esa que nace y crece en el estómago, me dio muy duro durante un largo tiempo.
Me dolió mucho el amor propio, siempre me había ido bien laboralmente y me sentía muy bien preparada y esto lastimó duramente a mi ego. Dudé de mis capacidades, pensé en lo que pude hacer mejor, en cada decisión que tomé estando allí. Pero también sentí que había entregado mi tiempo y energía a espacios donde no iba a florecer.
Entendí también, a las malas, que en la vida hay decisiones que toman otros por ti y te afectan inmensamente. Pero hay que aceptarlo porque es parte de la vida. Lo que si podemos es decidir qué hacer con eso.
Un día la vida siguió y se reorganizó.
Ese trabajo no era para mi, nunca conecté con él y por eso no fluyó nada. La rabia que sentí fue normal, me sentí maltratada, no era un lugar sano, no había reglas del juego claras o yo no las entendí. No me arrepiento de nada.
Para mi esa despedida fue una muerte de todas las cosas que les mencioné arriba y como tal, incluyó un duelo. No el duelo de perder un gran amor sino el de una crónica de una muerte anunciada. El duelo de lo que nunca salió bien pero te alcanzó a hacer daño.
¿Les ha pasado algo así alguna vez?