Si te quieres ir a vivir al campo lee esto antes

Soy una chica de ciudad. Me gusta tener siempre agua disponible y que si la luz se va la pongan de nuevo en un plazo muy corto, que internet funcione bien, que existan los domicilios, no preocuparme por sacar la basura, salir a caminar por las calles y parar a tomarme un café rico en cualquier lugar, que esté todo abierto hasta tarde, vitrinear, poder entrar a cine a la hora que quiera, si algo de comer se termina poder ir a comprarlo.
Pero hace 8 años me fui a vivir al campo, donde la vida no es así y esta es mi historia.
Todo comenzó cuando me enamoré de un hombre que había tomado la decisión de vivir en el campo, lejos del ruido de la ciudad, para él nunca hubo dudas, detestaba el ruido y caos de la Bogotá.
Si, tuerzan los ojos, llegué al campo por amor, vestida con mi ropita para asado de domingo, jeans, boticas elegantes y sombrero chic. Me saltaron encima los cinco perros que tenía mi futuro esposo quien no solo vivía en el campo, ¡tenía una guardería de perros! y yo, que jamás había tenido perro y que siento un poco de asco con sus babas, terminé saliendo a pasear diez perros al tiempo por las montañas de Cundinamarca, sirviéndoles la comida y entrándoles a los corrales. Yo me miraba perpleja al espejo pensando “hoy le di de comer a un Pitbull, los pastores alemanes me están pareciendo lindos y hasta me hacen caso- algunos“. Mis papás no sabían que decir y mis hermanos se burlaban.
El primer día me enfrenté al agua fría de las mañanas en el campo que se siente como mil puñaladas de hielo en la espalda. El agua fría de un lugar donde amanece a 6 grados centígrados, lleno de neblina y donde en la noche hay heladas. Mi entonces novio no tenía calentador pero ya sabemos que en esos primeros tiempos del amor siempre quieres parecer más flexible de lo que en realidad eres así que dije, “rica el agua fría, se despierta uno con más energía”.
Luego, cuando nos fuimos a vivir juntos porque lo del amor iba en serio, dejamos el coqueteo y llegamos a la vida real. La luz se iba tres días seguidos y ni rastro de los señores de Enel porque además el celular se descargaba así que cómo comunicarse, el agua la quitaban todas las noches, internet ni funcionaba, para llegar al trabajo me tocaba levantarme a las 3 am, vivía agotada. Y comenzaron las frustraciones: odio el agua fría y más ese chorrito de nada que sale sin presión, no puedo trabajar con ese pésimo internet, me desespera que no hayan tiendas cerca, vivo cansada de madrugar tanto, me toca manejar mucho para llegar a cualquier lado y no me gusta manejar.
Porque vivir en el campo no es solo tener una linda vista y respirar aire puro, es también hacer frente a muchísimas menos comodidades y certezas de las que ofrece la ciudad y ya no sabía si realmente eso era algo que yo también quería para mi vida. Además, comencé a sentir aque perdía oportunidades laborales por vivir allí. Así que mi esposo aceptó volver a la ciudad porque todos mis problemas eran culpa del campo.
Nos mudamos a un apartamento, pedía domicilios, iba a clases de arte y cultura, tomaba taxi cuando era necesario, me veía más con mis amigas al principio, y no dormía bien en las noches por el ruido del tráfico y los aviones que pasaban encima muy cerca, pero bueno, estaba en la ciudad.
Mientras tanto, veía como mi esposo se marchitaba. Conseguimos un cachorro para que se reconectara con los animales, pero llegaba furioso porque le caían mal los dueños de perros que encontraba en el el parque del barrio. Nuestra hija entró al colegio y la ruta la recogía a las 6:00 am porque ya sabemos que el tráfico de Bogotá es tremendo así que igual había que madrugar mucho. Pasó así un año y medio y llegó la pandemia y estábamos encerrados en un apartamento con una niña de tres años y un cachorro hiperactivo.
Entonces volvimos al campo a pasar la pandemia y quizás mi perspectiva cambió: dicen que todo cambia cuando yo cambio. Comencé a valorar el aire limpio, estar aislada pero no encerrada, las noches silenciosas, el frío de la mañana, la calma inmensa que me procuraban las montañas y los árboles. Internet llegó al lugar donde vivimos y funciona cada vez mejor, los señores de Enel arreglaron bastante el tema, ahora casi nunca se va la luz.
Creé una huerta, instalamos calentador de agua, comencé a salir a leer al jardín cosa que nunca hacía antes, mi esposo me construyó un rincón de meditación, ampliamos la familia con un gatico que me acompaña en mi trabajo virtual, salgo a caminar por la montaña, acepté que debo manejar para llegar a algunos lugares pero me encarreté con los podcast y ahora disfruto los trayectos; hago mercado de mejor forma y también sé cocinar más cosas así que ya no me importan que no haya domicilios, simplemente no existen para mi. Si quiero una torta de chocolate o unos pandeyucas pues me los horneo yo misma y me parece muy divertido.
También valoro cómo en el campo es mucho más fuerte el sentido de comunidad con los vecinos, estamos pendientes de ayudar al otro sin invadir su espacio. Celebro los cumpleaños con mis vecinos del campo, cosa que jamás hacía con mis vecinos de apartamento en Bogotá. Con mi vecina nos pasamos huevos o azúcar cuando a alguna se le acaba y nos compartimos bocados de almuerzos ricos o tortas que hacemos.
Dejé de frustrarme por lo que no me daba el campo y valorar todo lo que si me da, que en mi opinión actual es mucha más paz y plenitud que la ciudad. Aunque sigo amando la ciudad y cuando voy hago todos los planes que me gustan, me como mis antojos, vitrineo, me veo con mis amigas.
Han pasado tres años desde la pandemia y bueno, como humanidad ya aprendimos que todo puede pasar, quizás algún día tengamos que regresar o lleguemos a vivir a otro lugar. Pero hoy, al ver crecer a mi hija recogiendo curubas y duraznos de los árboles al llegar del colegio, corriendo al aire libre, jugando con sus perros y respirando aire limpio me doy cuenta de que en este momento de nuestras vidas estar aquí es nuestra mejor decisión.
Hace 8 años me fui a vivir al campo por amor a alguien, la verdad sea dicha, pero hoy me quedo por amor a mi misma.